domingo, 29 de marzo de 2009

CUENTO DE LA SEMANA



Job, el hombre de los basurales


Felices Felices los que tienen hambre
hambre y sed de justicia
porque ellos serán saciados

Sentado en el basural; Job sintió que le ardía por dentro su vieja hambre y sed de justicia. En él el hombre había tocado fondo. El dolor le había invadido esa parte del alma donde no logran entrar las respuestas prefabricadas ni los dogmas de los seguros de sí mismos. Poco le importaba ya que su grito sonara a blasfemia en los oídos de esos otros hombres sobornados por la seguridad de su salud, de sus bienes y de su seguridad.

Estaba harto del consuelo insípido de una doctrina elaborada por hombres satisfechos, que miraban el dolor ajeno como un problema, como un enigma capaz de respuesta intelectual. Job ya no aceptaba que se le hable de Dios, para explicarle su dolor. Eso no le solucionaba nada. Quiere hablar con Dios. Pero Dios le parece incomprensiblemente ausente. Por eso eleva su voz, aunque moleste.

Porque Job sufre en su carne la injusticia de Dios. Quiere enfrentarse con Dios, pedirle una explicación. No le importa jugarse la vida en ese anhelo absurdo. ¡Está hambriento de justicia! La sed que lo devora por dentro lo hace delirar y su grito sale por todos los caminos buscando a Dios para enfrentarlos, para someterlo a juicio. Nada le importa que sus amigos se escandalicen. Job sabe que Dios es suficientemente grande como para no necesitar de la estúpida defensa que algunos hombres sobornados quieren brindarle. Job quiere sacudir la vergüenza de Dios. Si ese grito suena a blasfemia para sus amigos, a Job nada le importa: Job entonces blasfemará. Lo que le importa es que su grito llegue hasta Dios, porque en la profundidad de la experiencia de su dolor; Job intuye que sólo Dios tiene la respuesta para su hambre de justicia.

Pero Dios parece burlarse de Job. Rehuye el enfrentamiento porque se siente más fuerte, pero no por eso deja de aniquilar a Job en forma para él incomprensible. Entonces Job se enardece y pide justicia a la tierra, y su voz es la voz de todo hombre que muere sin comprender el por qué, pero creyendo en la verdad de la justicia. Es el grito del que muere en los basurales:

¡Tierra! No cubrás vos mi sangre,
¡que no quede en secreto mi clamor!

Y la tierra no cubre la sangre del que muere pidiendo justicia. Recoge ese gemido de sus hijos y se queda ahí abierta hacia el cielo haciéndose eco y asumiendo ese inmenso clamor de justicia que va a golpear los oídos de Dios. La sangre de Abel fue la primera, allá en los inicios, y a ella se uniría la de Job, y la de cada hombre que muere con hambre y sed de justicia.


Respondiendo a ese grito de la sangre derramada, Dios quiso en Cristo asumir nuestra sangre para unirla a todas esas sangres, a fin de conseguir de Dios una respuesta. La respuesta de Dios a la protesta de Job, es Cristo muerto y resucitado. Respuesta que en definitiva sigue siendo un misterio en esta tierra; porque aún la historia no está consumada.

Pero llegará un día en que la respuesta será completa y nuestra hambre y sed de justicia, será saciada

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