jueves, 26 de noviembre de 2009

CLAVES PARA UNA EVANGELIZACIÓN MISIONERA



Quiero hacer desde el comienzo algunas observaciones que permitan entender mejor la naturaleza de esta reflexión, sus objetivos y también sus límites y carácter de búsqueda.

Esta reflexión es, en primer lugar, un ensayo por vivir este tiempo de crisis sin resentimiento y con lucidez evangélica. Necesitamos, a mi juicio, una reflexión que nos ayude a entender y vivir de manera evangélica esta situación inédita de la Iglesia en la sociedad contemporánea. Estamos saliendo de un mundo conocido que va quedando atrás y estamos entrando en un mundo nuevo que va emergiendo sin que todavía podamos captar bien sus contornos, contenido y significado. Una de nuestras primeras tareas hoy es discernir la misión de la Iglesia en esta sociedad. Pero no lo podemos hacer con esquemas y planteamientos propios de otro contexto antiguo pues nos encerrarían en el pasado sin apuntarnos la luz que hoy necesitamos. Lo que hemos de hacer es buscar con humildad y confianza escuchando «lo que el Espíritu nos está diciendo hoy a las Iglesias» (Ap. 2,7).

Más en concreto, esta reflexión quiere contribuir a despertar y movilizar con realismo nuestra capacidad evangelizadora. Juan Pablo II en su Carta Apostólica Novo Millenio ineunte dice que «nos espera una apasionante tarea de renacimiento pastoral»[1]. Hemos de volver a las fuentes de la primera evangelización y captar bien su verdadero espíritu para «reavivar en nosotros el impulso de los orígenes»[2]. El Papa espera que esta pasión por una nueva evangelización «suscitará en la Iglesia una nueva acción misionera que no podrá ser delegada a unos pocos ‘especialistas’, sino que acabará por implicar la responsabilidad de todos los miembros del Pueblo de Dios»[3].

Esta reflexión es una búsqueda en el verdadero sentido de la palabra. No se trata, por tanto, de exponer una doctrina teórica sobre la Iglesia, la evangelización o la misión y repetirla una vez más aunque no nos aporte nuevo vigor evangelizador. No se trata siquiera de aplicar como desde fuera una «doctrina perenne» a la situación actual, sino de buscar de manera nueva y arriesgada la misión a la que nos llama hoy el Dios vivo encarnado en Jesucristo. La actitud de fondo es estar atentos para captar qué está desapareciendo y qué está emergiendo en estos momentos, qué es lo que está cambiando y qué está tratando de nacer. Desde ahí podremos escuchar tal vez mejor la llamada que se nos hace hoy a la evangelización.

Precisamente, por ser un esfuerzo de búsqueda, esta reflexión ha de ser humilde. Nadie tiene la receta para estos tiempos. Lo ha dicho con claridad el mismo Juan Pablo II: «No nos satisface la ingenua convicción de que haya una fórmula mágica para los grandes desafíos de nuestro tiempo. No, no será una fórmula lo que nos salve, pero sí una Persona y la certeza que ella nos infunde: ‘Yo estoy con vosotros!’».[4]

No hemos de perder la paz ni la confianza. Por eso, no voy a seguir el camino de un examen crítico de lo que venimos haciendo. Este tipo de crítica, elaborado muchas veces a partir de una idea demasiado idealizada del trabajo evangelizador, no nos ayuda mucho. El futuro de la Iglesia no depende sólo de nuestros esfuerzos de reflexión ni de nuestra capacidad de programar y trabajar. Lo importante es que Dios sigue «salvando» en la Iglesia y fuera de ella aunque nosotros no acertemos a cumplir nuestra tarea. Para Dios cualquier ser humano «vale más que los pájaros del cielo» (Mt. 6, 26).

LAS NUEVAS CONDICIONES DE LA MISIÓN

Antes que nada parece necesario tomar conciencia clara de las nuevas condiciones en que la Iglesia ha de realizar hoy su misión. Condiciones inéditas e insospechadas hace sólo unos años. No es posible exponer aquí ni siquiera de manera resumida los análisis sociológicos o los ensayos que se publican sobre la sociedad contemporánea occidental o sobre el hombre moderno. Nos limitaremos a tomar nota de algunos datos básicos que parece necesario tener en cuenta para pensar hoy de manera renovada la misión evangelizadora de la Iglesia.

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Centralidad de la crisis

No es fácil analizar lo que está sucediendo. El momento actual es complejo y está lleno de tensiones y contradicciones. No todos hacen la misma lectura, pero casi siempre se pronuncia una palabra: crisis.

Las filosofías modernas entienden que la crisis se ha convertido en el horizonte de comprensión del momento actual. La aparente armonía de un mundo unificado y coherente se ha derrumbado. Todo aparece cuestionado. Se habla de «omnicrisis» o de crisis total. «La crisis es un fenómeno que se ha extendido a todos los dominios de la existencia humana, hasta el punto que viene a designar simplemente nuestra condición de hombres modernos»[5].

La crisis afecta a todos los sectores de la vida: hay crisis metafísica, cultural, religiosa, económica, ecológica. Está en crisis la familia, la educación y las instituciones sociales de otros tiempos. Han caído, en buena parte, los mitos de la Razón, la Ciencia o el Progreso: la razón no nos está llevando a una vida más digna y humana; la ciencia no nos dice mi cómo ni hacia dónde hemos de orientar la historia; el progreso no es sinónimo de felicidad para todos.

Está en crisis la transmisión del patrimonio socio-cultural a las nuevas generaciones. Se va perdiendo la memoria histórica y religiosa. Emerge una cultura plural y difusa en la que las grandes tradiciones culturales, religiosas y políticas van perdiendo la autoridad que han tenido durante siglos. Se ponen en cuestión los sistemas de valores que configuraban en el pasado el comportamiento ético. Crece la indiferencia ante lo religioso, lo metafísico y lo político. Se ha dejado de creer en «las antiguas razones de vivir». Vivimos una situación inédita: los antiguos puntos de referencia parecen inadecuados y los nuevos no están todavía bien dibujados. La actitud más generalizada ante el futuro es la incertidumbre y una difusa inquietud. Para captar mejor la profundidad de esta crisis, podemos recordar algunos rasgos básicos.

En primer lugar, el descrédito y la desconfianza. No resulta fácil creer en el pensamiento humano. Las grandes ideologías del siglo XX han conducido a la Humanidad a las mayores tragedias de la Historia: dos guerras mundiales, el Holocausto (Shoah), Nagasaki, Hiroshima, la era estaliniana, las guerras de Camboya, Yugoslavia, Ruanda[6]. No es fácil tampoco creer en el progreso humano cuando el cinismo económico de los países más avanzados mantiene en el hambre y la miseria a un tercio de la Humanidad. En medio de la incertidumbre y desconfianza sólo queda el ser humano con su fuerza creadora y también con su poder destructor.

Por otra parte, se experimenta como nunca la fragmentación. No se aceptan los grandes relatos de salvación, las grandes síntesis, los sistemas unificadores, las grandes religiones. Ya no es posible un mundo en común. En adelante se vivirá en el pluralismo. La existencia es multiplicidad, diversidad, diferencia. La verdad está en el fragmento. No se busca un fundamento metafísico último porque no se ve que sea necesario. Esta ausencia de marcos de referencia agudiza la existencia de cada individuo pues le obliga a ahondar por sí mismo para encontrar sus razones para vivir y para creer.

La crisis genera como fruto espontáneo el nihilismo que podríamos considerar como la actitud que renuncia a buscar los «por qué» de la existencia. Ya F. Nietzsche anunció que el nihilismo sería la gran enfermedad de las sociedades modernas. El proceso es el siguiente: se vive con la sensación de que los valores, las normas y principios que regían en tiempos pasados la existencia ya no sirven; pero, una vez instalados en esta crisis, los individuos se deslizan cada vez más hacia actitudes impregnadas de nihilismo.

Otro rasgo a tener en cuenta es el fatalismo. Estamos inmersos en un proceso que nos parece imposible detener o modificar. No se cree apenas en la capacidad de intervención del ser humano. La historia parece sometida a fuerzas anónimas que nos superan. La crisis de la tradición, de la educación y de la transmisión de cultura indican que ya no se cree en el pasado, pero, por otra parte, no se sabe en qué es lo que puede devolver la esperanza a esta Humanidad incierta y desencantada. Sólo queda la libertad frágil del ser humano. De ella depende el futuro.

Al tratar de buscar algunas claves para la evangelización hoy, parece necesario pensar, antes que nada, en cómo nos hemos de situar ante esta crisis tan global y profunda. ¿Qué ha de ser y cómo ha de actuar la Iglesia en esta crisis?, ¿cómo ha de entender y vivir su misión?

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La «crisis de Dios»

Dentro de la crisis general que se vive en la sociedad contemporánea es fácil detectar la crisis de la religión y, en concreto, la crisis del cristianismo. Desde el interior de la Iglesia, nosotros tendemos a subrayar los hechos más cercanos y preocupantes para nosotros: el descenso de la práctica religiosa, la disminución de vocaciones para el ministerio presbiteral y la vida consagrada, el alejamiento masivo de los jóvenes, el envejecimiento de las comunidades...

Sin embargo, bajo estos indicios visibles de crisis religiosa, se está produciendo algo mucho más radical: lo que J. B. Metz ha llamado «crisis de Dios» (Gotteskrise). El hecho ha sido captado de muchas formas: «Dios ha muerto» (F. Nietzsche), estamos viviendo «el eclipse de Dios» (M. Buber), nos hemos quedado «sin noticias de Dios». Se sigue hablando de él, pero «Dios» se ha convertido para muchos en una «palabra fósil»: testigo de la fe de otros tiempos, pero privada hoy de significado real.

Dios ha dejado de ser el fundamento del orden social y el principio integrador de la cultura. De una afirmación social masiva, pública e institucional de Dios se ha ido pasando a una situación de indiferencia cada vez más generalizada. La cuestión de Dios ni atrae ni inquieta. Sencillamente deja indiferente a un número cada vez mayor de personas. La fe en Dios parece diluirse en la conciencia del hombre moderno. Se diría que está desapareciendo del horizonte de cuestiones y respuestas posibles al sentido de la existencia. Dios no interesa. Cada vez son menos los que piensan en él como principio orientador de su comportamiento.

Según el análisis de no pocos expertos estamos entrando en una «era poscristiana» (E. Poulat). De hecho es fácil constatar la pérdida creciente de la «memoria cristiana». Cada vez son más los que ignoran el hecho cristiano, incluso como fenómeno histórico y cultural. Cada vez es más difícil la transmisión de la tradición cristiana a las nuevas generaciones[7]. Más aún, según algunos observadores, estamos saliendo del «orden de las creencias» en que los individuos actuaban movidos por alguna fe que les servía de criterio, sentido y norma de vida, y estamos pasando al «orden de las opiniones» en que cada uno tiene su propia opinión sin necesidad de fundamentarla en ningún sistema ni tradición. Todo ello en el marco de un escepticismo y desencanto generalizado.

Esta «crisis de Dios» no parece un hecho pasajero. H. Küng lo califica de «crisis epocal», J. B. Metz lo considera el «hecho nuclear» que está repercutiendo decisivamente en la configuración del hombre moderno. Recientemente, J. Martín Velasco ha hablado de una «metamorfosis de lo sagrado»[8]. Se comienza a pensar que estamos viviendo una época que puede tener para el futuro del cristianismo y de las religiones repercusiones tan profundas como las que tuvo el llamado «tiempo eje» (K. Jaspers) durante el primer milenio antes de Cristo, cuando nacieron las grandes religiones y el pensamiento filosófico que han tenido hasta nuestros tiempos (Lao-Tszu y Confucio en China; los Upanishads y Buda en la India; Zaratrusta en Persia; los grandes profetas en Israel y el pensamiento filosófico de los presocráticos, Sócrates y Platón en Grecia). R. Panikkar va más lejos y llega a afirmar que el «periodo axial» que estamos viviendo significa que «el pasado periodo de 6000 años está siendo sustituido progresivamente por otras formas de conciencia» marcadas por la secularidad.[9]

La proliferación de nuevos movimientos religiosos ha podido hacer pensar que «Dios vuelve». No es así. Las nuevas tendencias religiosos no remiten, en general, a una Transcendencia que el ser humano ha de reconocer, sino que encierran al individuo en sí mismo (adquisición de una nueva conciencia, iluminación, iniciación esotérica, vacío mental...). La salvación no es aquí gracia que se recibe de Dios, sino proceso de autorrealización de la propia conciencia. Según J. Martín Velasco, estos movimientos «operan tal transformación de la religión que, más que respuestas a la crisis religiosa, representan la culminación de la misma»[10]. Se trata de verdaderas «religiones sin Dios» (J. B. Metz) pues lo reemplazan ocupando su lugar y confirmando así la profundidad de la «ausencia de Dios» en la crisis actual.

La «muerte de Dios» no es una buena noticia para nadie pues está arrastrando a la Humanidad hacia un nihilismo que muchos consideran «la definición de nuestra época»[11]. La razón es clara G. Amengual la resume de manera brillante: «Con la muerte de Dios no se indica solamente la desaparición de la idea de Dios y la metafísica en ella fundada, sino también todo intento de dar coherencia y sentido, fundamento y finalidad, metas e ideales: el derrumbamiento de todos los principios y valores supremos»[12].

No es extraño que la crisis de Dios y el consiguiente nihilismo hagan emerger hoy preguntas tan vitales como inquietantes: ¿dónde puede encontrar la convivencia humana un nuevo eje para orientar su caminar histórico?, ¿cómo repensar la Transcendencia y su relación con lo inmanente?, ¿dónde encontrar esa síntesis todavía no lograda entre lo sagrado y lo secular?, ¿en qué dirección buscar modelos adecuados para decir «Dios»?[13]

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La crisis religiosa entre nosotros


Era necesario captar la crisis religiosa en toda su hondura y gravedad para no movernos de manera ingenua en la búsqueda de nuevos caminos pastorales, pero corremos el riesgo de caer en una sensación de vértigo e impotencia que no conduce a ninguna parte. A nosotros nos toca vivir este momento histórico en este «rincón de Occidente». Aquí y ahora hemos de vivir y comunicar la experiencia cristiana del Dios vivo de Jesucristo. Por ello, hemos de situarnos en la crisis religiosa dentro del contexto en el que nosotros nos movemos. Creo que C. Imbert expresa bien lo que sentimos no pocos: «Descubrimos insensiblemente, sin verlo ni saberlo con claridad, una nueva forma de pensar y de actuar, una nueva forma de vivir en común que ya no está marcada por la huella mental y social del sistema cristiano»[14]. Las gentes se van familiarizando a la cultura de «la ausencia de Dios»: se prescinde de Dios y no pasa nada especial. Los mismos cristianos se van acostumbrando a la nueva situación de indiferencia. Convivimos sin desazón alguna con personas a las que Dios no atemoriza ni atrae, no cuestiona ni fascina. Sencillamente, las deja indiferentes.

Entendemos bien la descripción que hace J. Martín Velasco, de la situación espiritual de nuestra sociedad impregnada por la cultura posmoderna[15]. Vivimos inmersos en una cultura de la «intranscendencia» que encadena a la persona al aquí y al ahora haciéndoles vivir sólo para lo inmediato, sin apenas necesidad alguna de abrirse a la Transcendencia. Respiramos una cultura del «divertimiento» que arranca a los individuos de sí mismos haciéndoles vivir en el olvido de las grandes cuestiones que lleva en su corazón el ser humano. Nos alimentamos de una cultura del «tener» que desarrolla el espíritu de posesión, incapacitando a las personas para todo aquello que no sea disfrute inmediato.

Voy a señalar algunas tendencias que, probablemente, todos podemos observar de alguna manera entre nosotros.

Lo primero que podemos observar es que la situación religiosa se va haciendo cada vez más compleja. Ya no estamos en aquella sociedad en que prácticamente todos estaban bautizados, la mayoría eran cristianos practicantes y casi todos se sometían dócilmente al magisterio de la Iglesia. Hoy podemos observar diferentes formas de fe, de indiferencia y de increencia. Podemos encontrarnos con creyentes píadosos y con gente indiferente desinteresada totalmente de lo religioso, con ateos convencidos y con personas escépticas de actitud agnóstica, con adeptos a nuevas religiones y movimientos, con personas que desean creer y no aciertan a descubrir un camino, con sectores que creen vagamente en «algo», con individuos sincretistas que viven «una religión a la carta» para su uso particular, con personas que no saben bien si creen o no creen, gente que cree en Dios sin amarlo, personas que oran sin saber muy bien a quién se dirigen, gente que cree a los que le hablan de Dios...

Sin embargo, aunque convivimos en la misma sociedad y nos encontramos diariamente juntos y mezclados en el trabajo, en el ocio y las relaciones sociales, lo cierto es que apenas sabemos nada de lo que piensa el otro acerca de Dios, de la fe, del sentido último de la vida. Cada uno lleva en su interior cuestiones, dudas, incertidumbres y búsquedas que no conocemos. Puede ser un error definir desde fuera la postura religiosa de las personas. J. P. Jossua propone «tener a cada uno por lo que afirma que es»[16].

Tampoco es difícil constatar que lo religioso se va reduciendo a un sector cada vez más restringido. La experiencia religiosa va quedando confinada al interior de las iglesias. El sector de practicantes es cada vez más minoritario y está constituido en buena parte por personas de edad avanzada, transmitiendo la imagen de una «religión terminal» que no pertenece a nuestros tiempos sino al pasado. Hace tiempo que la religión ha ido perdiendo influjo en el campo político, social, cultural o artístico. Lo que ahora observamos es que ocupa un lugar cada vez menor en la vida cotidiana de las personas. Aparece en momentos cruciales o significativos (nacimiento, muerte, boda...) pero la vida cotidiana se organiza sin una referencia habitual a Dios. Se diría que se conserva la religión como en reserva pero sin que se vea con claridad qué puede aportar en la vida diaria.

Esta fe religiosa inoperante va siendo desplazada en algunos por una cierta confianza en la ciencia y en el progreso, que nos pueden conducir, a pesar de todo, hacia un mundo mejor y más humano. La fe va siendo entonces sustituida por otras convicciones que giran en torno a los valores de la democracia entendida como un sistema difuso de creencias, principios y valores (derechos humanos, libertad, tolerancia, seguridad ciudadana, respeto a la Constitución, etc.) que pueden contribuir a una mejor convivencia consolidando los lazos sociales.

Esta situación cada vez más generalizada de una fe religiosa inoperante y de un desplazamiento progresivo hacia otras convicciones más útiles y operativas, nos obliga a hacernos algunas preguntas básicas: ¿en qué se convierte la fe si ya no es capaz de inspirar el sentido global de la vida ni las posiciones ante el amor, las relaciones sociales, el comportamiento ético, la muerte...?, ¿qué es esa fe cristiana si ya no motiva ni moviliza a la persona? El sociólogo canadiense Raymond Lemieux hace esta observación, después de un largo estudio: «Dado el carácter provisional y a menudo efímero de estas creencias religiosas, no se puede esperar que sean verdaderamente mobilizadoras y comprometan a los sujetos en prácticas sociales determinadas» y prosigue: «Si nuestras hipótesis son válidas, es probable que en el futuro se consuman tanto más creencias cuanto menos mobilizadoras sean»[17]. ¿No estamos también nosotros caminando hacia esta situación?

Se observa también que la fe religiosa es cada vez menos definida y más fluctuante. La adhesión a una religión es cada vez menos firme y más abierta a posibles combinaciones. La gente se siente cada vez menos obligada a dar cuenta de sus referencias o actitudes religiosas. Se puede creer sin pertenecer institucionalmente a una Iglesia. Está creciendo lo que algunos llaman «la desregulación institucional del creer» (D. Hervier-Léger), es decir, se tiende a vivir las propias creencias al margen de la institución religiosa. Para R. Díaz-Salazar, esta «religiosidad desinstitucionalizada» es «la tendencia más significativa del panorama sociorreligioso de la España de fin de siglo»[18] . Cada vez se acepta menos la imposición de las creencias, normas éticas o prácticas cultuales por parte de una institución. Por ello, asistimos a una especie de «diseminación de lo religioso». Cada uno se busca sus fuentes y referencias, y se elabora su propia posición religiosa: «bricolaje religioso», «religión a la carta», «religión de supermercado».

Algo semejante está sucediendo entre aquellos que viven sin una referencia a Dios. Su postura increyente es cada vez más fluctuante, menos ideologizada, más diversificada, menos combativa por lo general con lo religioso. En pocas palabras, se puede decir que cada vez es más difícil saber qué es un creyente y un no creyente. Precisamente por eso, las fronteras entre ambos se van diluyendo pues se debilitan progresivamente los puntos de referencia. En no pocos creyentes hay algo de increencia y ambigüedad, en bastantes increyentes hay fe y búsqueda. Si hablamos de «fronteras» habrá que hacerlo muchas veces como «lugar de paso», de idas y venidas de personas que no saben bien cómo situarse ante Dios.

Es fácil también constatar cómo está creciendo la incultura religiosa. Las nuevas generaciones ignoran cada vez más lo cristiano, incluso como hecho histórico y cultural. Los «media» difunden una cultura indiferente y frívola donde lo religioso aparece muchas veces vinculado o incluso mezclado con lo esotérico, la astrología, las creencias ocultas, la parapsicología, los tarot, lo visionario, etc. El hecho es todavía más grave. La vida moderna impide a muchos pensar y reflexionar. La hiperinformación mantiene a no pocos en la confusión y la niebla, sin capacidad para discernir ni optar. Bastantes no saben ni plantearse las grandes cuestiones de la existencia; no tienen palabras para hablar de la fe o de la experiencia. Lo desconocen casi todo.

Tampoco es de extrañar en este clima la falta de racionalidad que se manifiesta en los diversos fanatismos, posturas de sincretismo fácil, adhesiones religiosas acríticas y sin fundamento razonable, crecimiento de la credulidad[19], fe en el horóscopo, tarot, echadoras de cartas.

En esta misma línea, conviene señalar también el creciente fanatismo en algunos sectores minoritarios. Esta fe de carácter fanático aparece en un grado u otro en todos los absolutismos, integrismos, fundamentalismos, dogmatismo cerrados y rígidos, morales rigoristas, proselitismos. En buena parte, es una búsqueda de refugio y seguridad en medio de la crisis y significa para algunos, junto con el cortejo de supersticiones y devociones utilitarias, el sucedáneo de las sectas dentro de la institución. Esta fe fanática es, en el fondo, un índice bastante claro de inseguridad y falta de auténtica fe.

Hemos de tomar también nota del crecimiento del paganismo como forma de vida[20]. El fenómeno es complejo, brota de diferentes raíces y requiere sin duda un análisis profundo, pero para no pocos representa una reacción contra las religiones por el exceso de sufrimiento gratuito infligido a los fieles, y un modo de reaccionar ante la crisis moderna. E. Bueno de la Fuente estudia algunos síntomas (el consumismo hedonista, el culto al cuerpo, la moral del buen vivir, la sensualización de la vida, el disfrute de la noche, el fin de semana y las vacaciones). En su estudio trata de detectar más allá de los síntomas, la efervescencia de un paganismo nuevo como «religión y visión del mundo» que se manifiesta como gozo pletórico y celebración de la vida, cultivo de la dimensión dionisíaca, exaltación de la carne, gozo jubiloso de lo sagrado.


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Algunos cambios en los cristianos

Es conveniente también tomar nota de algunos cambios que se van produciendo en aquellos que, en medio de esta crisis religiosa, se dicen cristianos. No vamos a repetir los datos de las estadísticas: descenso en la práctica dominical, alejamiento progresivo de la comunidad cristiana, crisis de la transmisión de la fe a las nuevas generaciones, descenso de vocaciones, envejecimiento del clero... Son, sin duda, indicadores visibles de la crisis. Nosotros vamos a recordar algunas tendencias básicas.

En primer lugar, va creciendo la ambigüedad de la figura del cristiano. Hace unos años el perfil de cristiano estaba claramente definido por su adhesión a la doctrina cristiana, su aceptación de la moral y la práctica cultural. Hoy todo se ha desdibujado. Basta que uno conserve una cierta religiosidad o siga vinculado a alguna devoción o sienta un cierto atractivo por Cristo para que se siga considerando cristiano. Pero no es fácil saber cuál es el contenido de su fe: ¿qué ha sido de las «certezas dogmáticas» de otros tiempos? Cada uno cree a su manera. Muchos viven llenos de dudas y confusión, con preguntas que casi nunca se plantean ni aclaran debidamente. Otros prescinden tranquilamente de aspectos esenciales de la fe cristiana ( se sustituye la fe en la resurrección por la fe en la reencarnación o se afirman las dos al mismo tiempo ). Algo ha ido cambiando en el interior de la conciencia de los cristianos. Muchos dicen que ahora creen de otra manera. La impresión generalizada es que se cree menos y peor. La fe de muchos se va debilitando y descuidando cada vez más.

Por otra parte, los católicos no forman ya un todo homogéneo. La situación se va haciendo cada vez más compleja y diversificada. No todos extraen de la fe las mismas conclusiones de cara a las opciones y los comportamientos. No todos se relacionan de la misma manera con la institución ni se sienten vinculados a ella en el mismo grado. Junto a los que alimentan y celebran su fe en la comunidad cristiana (una minoría), están los que sólo esperan de ella un servicio religioso puntual, un marco ritual, alguna vez referencia ética.

Lo que sí parece claro es que, por lo general, los que se dicen cristianos no difieren mucho en su estilo de vida de quienes no se reconocen como tales. Mezclados en las diversas situaciones de la vida familiar, laboral, social, comparten casi siempre actitudes, posicionamientos, intereses y valores muy semejantes. Pero, ¿qué es la vida cristiana si no es praxis de seguimiento a Cristo?

Está cambiando también el modo de creer. Sólo señalaré algunos datos de importancia.

Poco a poco se abandona la lectura literal de la Sagrada Escritura, sin que, por otra parte, se sepa bien sobre qué interpretación bíblica basar la propia fe; cada uno se va haciendo su idea del mensaje bíblico.

Por otra parte, a diferencia de lo que sucedía en tiempos pasados, la duda no es percibida como algo que está en contradicción con la fe; se puede dudar de muchos aspectos del cristianismo pero sentirse cristiano.

Además, son cada vez más los que no se sienten obligados a creer todo lo que enseña el Magisterio ni como lo enseña; cada uno se reserva el derecho de pensar y creer por cuenta propia; no se siente la necesidad de un alineamiento puro, simple y sistemático. Se vive como en tensión dentro de una comunión básica de fe.

Son cada vez más amplios los sectores que perciben a la Iglesia de manera negativa. Sólo señalaré algunos aspectos más notables desde nuestra perspectiva. Se considera a la Iglesia como una institución anacrónica, preocupada por su propia conservación, replegada sobre sus propios problemas, aislada de la vida moderna que evoluciona de manera acelerada; siempre en actitud conservadora y repetitiva, sin sentido alguno de creatividad. Un responsable de pastoral juvenil me hablaba en estos términos: ¿cómo van a entrar los jóvenes en una Iglesia que perciben «vieja», «parada» y sin novedad alguna?

Se la percibe también como una institución autoritaria, poco democrática, con métodos de gobierno de una rigidez poco evangélica. Se considera que es una Iglesia condenadora, que no sabe reanimar la mecha que humea ni suscitar esperanza en quienes buscan a Dios, que no ofrece la imagen del Dios de la gracia y de la misericordia revelado en Cristo, sin la debida actitud dialogante y comprensiva, de una intransigencia moral excesiva (divorciados, homosexuales); que cultiva la sospecha y la desconfianza sobre quienes buscan caminos nuevos. Dicho en pocas palabras, está aumentando el número de los «decepcionados» por la Iglesia.

El deslizamiento hacia la indiferencia

En medio de esta situación compleja es importante tratar de ver hacia dónde nos va conduciendo en estos momentos la crisis religiosa.

De manera general se puede decir que a no pocas personas la descristianización actual los va llevando poco a poco al desinterés, el abandono, la decepción, el silencio y olvido de algo que, tal vez, un día tuvo algún significado en sus vidas.

Por lo general, no es frecuente entre nosotros un ateísmo fundamentado en un sistema doctrinal por ejemplo de corte marxista, freudiano o positivista. Lo que encontramos entre nosotros son más bien personas que se sitúan fuera de una «comunión de fe». No se sienten ya concernidos por lo cristiano: algunos se sitúan claramente frente a lo cristiano; otros afirman sencillamente que no comparten la fe de sus padres; otros lo van abandonando casi todo porque no han podido hacer una síntesis convincente entre su visión actual del hombre y su fe infantil; en no pocos jóvenes la cuestión de la fe ni aflora: no saben exactamente de qué se trata.

Es cada vez más frecuente entre nosotros un agnosticismo difuso caracterizado por rasgos diferentes. Encontramos un «agnosticismo religioso» elemental, poco formulado: no es que se rechaza la proposición religiosa sino que se hace difícil creer: el hombre de hoy sabe o no sabe, observa, duda, analiza, se interroga, razona, propone hipótesis, constata sus limitaciones, pero le cuesta cada vez más creer. Para entender bien este «agnosticismo religioso» lo hemos de inscribir dentro de un fenómeno más amplio y profundo. Lo que hoy está en crisis no son las religiones, las ideologías o las grandes causas sino el acto mismo de creer, es decir, el acto de comprometerse en la aceptación de una visión global. Al individuo se le hace hoy difícil la adhesión a un mensaje que se le presente como respuesta englobante y definitiva.

En este contexto, la crisis religiosa se va deslizando hacia una «indiferencia» cada vez mayor. Constatamos por supuesto una «indiferencia religiosa» vivida, por lo general, sin hostilidad hacia lo religioso; una indiferencia tranquila, ajena a todo planteamiento sobre Dios. Pero esta indiferencia hay que situarla dentro de una indiferencia más amplia y profunda. Lo que crece es el desinterés y el escepticismo hacia las cuestiones más vitales de la existencia: ¿para qué vivir?, ¿en qué creer?, ¿por qué esperar? No interesan las grandes cuestiones del ser humano sino el vivir bien. Por eso seducen cada vez menos los «grandes relatos» y las grandes causas. Se vive un «mundo desencantado», sin causas ni ideales con mayúscula, sin «nostalgia de Absoluto» (G. Steiner). La condición de este sujeto indiferente se parece cada vez más al «hombre sin atributos» de Robert Musil, un ser nihilista que no quiere ni propone nada transcendente[21]. En realidad, la indiferencia es una forma atenuada de nihilismo.

Merece una atención especial la indiferencia de la juventud caracterizada más o menos por los siguientes rasgos: falta de trasfondo religioso y memoria cristiana, alergia a la Iglesia institucional, fuerte valoración de las propias convicciones, rechazo de normas rígidas y, casi siempre, inestabilidad y relativismo grandes.

Pero, ¿de qué vive la gente cuando ya no se cree en los «grandes relatos» y se han abandonado «las antiguas razones de vivir»? ¿En qué se cree cuando se deja de creer? Esta es una de las preguntas de mayor interés para tratar de comprender al que nosotros llamamos «increyente». Lo más importante desde una perspectiva pastoral no es tematizar sobre la descristianización, el descenso de la práctica religiosa o el alejamiento de los jóvenes, sino ahondar en la vida de la gente para preguntarnos de qué se vive y en qué se cree cuando ya no se cree en Dios ni en sus sustitutos: «la razón, el progreso, la historia»[22].

Los individuos viven hoy de «pequeños relatos». La gente se organiza su vida y le da un sentido a su medida. Todo individuo tiene sus certezas, convicciones, compromisos, fidelidades y solidaridades, su decisión de vivir de una determinada manera. Aunque no se plantee explícitamente las grandes cuestiones de la existencia, en el fondo de toda vida hay, en sentido amplio, una fe en algo, una esperanza que se proyecta en el futuro, una decisión de vivir, que no provienen en última instancia de ninguna religión pero tampoco de la ciencia. Son más bien fruto del dinamismo y del deseo de vivir que habita al sujeto.

P PAGOLA

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